Daniel Franco, editor de Graviola: "Quería que la editorial sobreviviera haciendo industria, no persiguiendo cada ejemplar vendido."
Hablamos con Daniel Franco, editor de Graviola, en torno a la editorial como empresa cultural. ¿Cuenta más el dominio de la P&L que de la filología a la hora de montar una editorial…?

Daniel Franco (Barranquilla, 1997) es director y fundador de Graviola, una editorial independiente nacida en Pamplona que se mueve entre la literatura, el arte y la gestión cultural. Publica pocos libros al año, colabora con fundaciones y diseña programas de impacto social. En esta conversación, hablamos con Franco sobre uno de los temas de los que menos suele hablarse: las cuentas de una editorial, y la edición desde una perspectiva de empresa. Además, navegamos por la historia del catálogo y su evolución desde su fundación.
P. ¿Cómo te formas como editor?
R. Pues fui lo suficientemente tonto para terminar siendo editor, pero no lo suficientemente tonto para hacer un máster de edición.
P. (Risas) Ese es el tipo de titulares que nos gustan.
R. Yo no sé si realmente uno se “forma” como editor. Soy bastante escéptico con la idea de una academia editorial, porque creo que se aprende más a fuerza de olfato, descifrando el camino. Al final se trata de convencerte de tu propio gusto, de crearte unos criterios y confiar en ellos. Para mí fue más importante formarme como escritor y como lector. Eso me permitió ser crítico, curioso, interesarme por lo que hay detrás de los textos. Creo que eso es lo que me ha hecho editor. No tengo claro qué enseñan en un máster de edición, quizá me estoy perdiendo algo, pero muchas veces siento que se obsesionan con cosas que poco tienen que ver con llevar una editorial y mantenerla viva.
P. ¿Crees que la formación académica actual no responde a las verdaderas necesidades del trabajo editorial?
R. Exacto. No sé si la oferta de formación que hay en el mercado tiene mucho que ver con lo que significa realmente dirigir una editorial. Yo me he formado lanzándome al mercado de verdad, pero equilibrando eso con el conocimiento histórico y literario de los temas que me interesan.
P. ¿Y cómo compararías esa formación real con lo que se enseña en un máster?
R. Por lo que he escuchado —porque tengo amigos que sí lo han hecho—, se centran mucho en cuestiones de filología, literatura hispánica, lengua, teoría literaria, nuevos géneros o formatos de publicación. Todo eso está bien, tiene sentido, pero creo que pierden de vista un eje fundamental: cómo darle la vuelta a la estructura de mercado y cómo mantenerse vigente.
Eso es dificilísimo de enseñar, sobre todo en el ámbito independiente, porque el sector se construyó sobre un modelo de negocio que los mantiene prácticamente en la precariedad. No se han generado nuevas formas de hacerlo, y la cultura que rodea a ese ecosistema tampoco ayuda a mirar más allá.
Por eso me parece que sería muy interesante unir la formación de un editor literario con una formación en emprendimiento. Yo sí he hecho cursos sobre startups, nuevas tecnologías, industrias alternativas, gestión cultural… y creo que eso falta en la formación editorial.
P. Un editor con sensibilidad literaria, pero también con mentalidad de emprendedor.
R. Exacto. Digo todo esto con cautela, porque quizá alguien me dirá: “sí nos enseñan eso en el máster”. Ojalá. Pero, hasta donde sé, temas como cómo llevar una P&L, cómo estructurar la rentabilidad o cómo proyectar una editorial a futuro no suelen ser parte troncal de esa formación. Y sin eso, es muy difícil sostener un proyecto editorial hoy.
P. ¿Cómo fue esa visión inicial en la que decidiste emprender en Graviola? ¿Cómo ha ido cambiando? ¿Y cómo vives ese riesgo de tener una empresa que también depende de tus propios recursos?
R. Primero me di cuenta de que, en realidad, publicar un libro no es caro ni complicado. Empecé con esa noción: cualquiera puede hacerlo. Lo realmente difícil no es editar, maquetar o montar la estructura, sino vender. Ese es el verdadero reto.
Así que el proceso de edición no me daba miedo; el tema era cómo descifrar el truco para vender los libros y, especialmente, cómo hacer dinero con todo esto. Tenía un equipo de amigos: uno trabajaba en periodismo, otro en comunicación audiovisual, y yo tenía una vena más empresarial. Yo me encargaba de las cuentas, de la parte estratégica, y ellos de la comunicación, de con quién hablar, cómo contar las cosas, cómo debía verse la editorial. Teníamos una buena dinámica entre los tres.
Esa fue la sensación inicial. Pero luego la realidad fue todavía más difícil de lo que imaginaba, porque no solo hay que saber contar bien, sino entrar en una rosca que ya existe desde hace rato. Es un club social, básicamente. Toda la industria literaria es un club social.
Y ahí fue cuando descubrí la gran mentira del “sueño editorial”, un poco como el “sueño español”, equivalente al sueño americano: la idea de que vas a montar una editorial, hacerte rico vendiendo libros en español y tener tu propio sello independiente. Desde fuera parece algo muy “cool”, muy atractivo, pero la verdad es que es durísimo.
Yo me di cuenta rápido de eso y pensé: no tengo tiempo, ni dinero, ni cercanía —porque además estamos en Pamplona—, ni ánimos para estar metido en esos círculos. Así que decidí usar los recursos inmediatos que tenía para mantener a flote el proyecto y encontrar una vía distinta, una que nadie estuviera explorando.
“Fui lo suficientemente tonto para terminar siendo editor, pero no lo suficientemente tonto para hacer un máster de edición.”
Ahí fue cuando empecé a preguntarme: “¿Para qué sirve un libro? ¿Para qué sirve lo que estamos haciendo?”. Puede sonar contradictorio, pero esa pregunta me ayudó a ver el libro no solo como un objeto, sino como un punto de encuentro. Sirve para crear grupos de lectura, para generar comunidad, para tratar temas sociales, para ejemplificar casos —en nuestro caso, por ejemplo, sobre inmigración—.
Además, vi que muchas ayudas a la edición estaban copadas siempre por las mismas personas, pero las fundaciones y programas interesados en talleres, escritura creativa o actividades nuevas estaban mucho más abiertas. Así que pensé: vamos a inventar formas de hacer cosas que muevan los libros, pero sin depender exclusivamente de las ventas. Quería que la editorial sobreviviera haciendo industria, no persiguiendo cada ejemplar vendido.
P. A propósito de estar Pamplona, ¿puedes contar un poco más sobre esas resistencias, sobre cómo influye no estar dentro de esos círculos? Es decir, si tuvieses —vamos a decirlo así— recursos casi ilimitados, ¿qué tendría que estar planteándose un editor independiente para prosperar? ¿Trato con librerías, con autores, estar presente en ferias, en cenas...?
R.: Sí, pues creo que mucho de eso: muchos cafecitos en librerías y en lugares muy concretos, moverse por las mismas escenas, asistir a eventos y a los eventos de quienes organizan eventos. Ese es el curso natural de las cosas. Pero claro, si no estás ahí, no te ven, no existes. Incluso si te acercas por Instagram, puede parecerles muy cool, pero al final es eso: quienes mantienen la industria editorial son los editores y los autores que se compran entre ellos mismos.
Ese es el colchón del ecosistema, y se sostiene casi por compromiso y por el hecho de estar viéndose las caras constantemente. Así es como alguien se acuerda de ti y dice: “oye, igual meto este libro aquí, le hago una reseña allá”. Todo funciona por esos espacios.
Lo que necesitas, entonces, es tiempo y dinero. Pero para tener tiempo, necesitas dinero, y para tener dinero, necesitas todo eso. Porque son espacios sin remuneración inmediata. Tienes que generar contactos de base, sobre todo si no naciste con ellos, que también es el caso.
Y no sé si se habla mucho de esto, pero me aprovecho para decirlo sin rabia: soy inmigrante. Llegué de Colombia y nadie me conocía. En ese momento pensé: “¿voy a echarme tres años más en Madrid partiendo de cero, dándole la mano a un montón de gente, a ver si entro en el círculo?”. Y decidí que no. Preferí armar mis propias cosas, mis estructuras, mis modelos.
Ya intuía que los libros no iban a despegar tan rápido como uno cree, o que, incluso si lo hacen, la remuneración nunca será alta. Lo que genera una editorial independiente no es económicamente atractivo, y sigue sin serlo. Así que opté por buscar otras vías que no me obligaran a esos esfuerzos que perpetúan esos mismos círculos, que a veces pueden ser algo endogámicos. A mí me interesa más navegar el sector cultural en un sentido amplio: fundaciones, impacto social, lo político, lo académico… Creo que es ahí donde realmente se puede crecer.
P. ¿Podrías hacer una panorámica de las actividades o acciones de Graviola en torno al impacto social y el trabajo con fundaciones?
R. Por ejemplo, en Pamplona ya llevamos cuatro o cinco años haciendo un ciclo anual sobre narrativa de la migración. Se trata de crear un espacio creativo desde el arte donde se encuentren personas de toda la vida de Pamplona con personas migrantes que también viven aquí, para reflexionar sobre la mirada del extranjero: qué significa la palabra “migrante”, qué implica escribir desde esa condición.
Les ponemos a escribir, a leer teoría literaria, pero también a pensar desde la antropología. El último curso fue de fotografía: exploramos cómo se puede fotografiar algo desde la mirada del extranjero. A partir de eso hicimos una exposición, y ya se ha convertido en un evento anual.
De ahí surgieron otras colaboraciones, como un ciclo de dos años con el Instituto Navarro de la Juventud, donde trabajamos la idea del artista local. Ellos querían apoyar a artistas jóvenes de Navarra, y nosotros planteamos: ¿quién es “local”? ¿El que nació aquí y vive fuera, o el que nació fuera y lleva diez años aquí? Creamos encuentros entre ambos perfiles, para que compartieran su obra y su mirada.
Además, no solo hacemos talleres de escritura. Hemos hecho talleres de xilografía, estampado, fotografía, artes escénicas… porque creemos que la literatura puede ser el punto de partida para muchos lenguajes. Siempre salen de ahí fanzines, relatos, exposiciones, piezas colectivas.
“Publicar un libro no es caro ni complicado; lo difícil es venderlo.”
También, desde hace dos años, trabajamos con Fundación Caja Navarra y Fundación La Caixa en un programa llamado Hilar la memoria del territorio. Queríamos saber qué sienten las personas mayores de los pueblos sobre lo que se está perdiendo culturalmente —ya sea por la llegada de migrantes o por las nuevas generaciones—, y qué piensan los jóvenes sobre su identidad local.
Hicimos talleres de escritura y fotografía con ambos grupos. Los mayores nos hablaron de su memoria cotidiana —la plaza, los juegos, los bares—, no del patrimonio oficial. Los jóvenes, por su parte, compartieron fotos y relatos de sus lugares favoritos, y vimos que hablaban, en el fondo, de lo mismo.
A partir de eso hicimos una guía turística intergeneracional, donde los mayores recorrían el pueblo siguiendo los relatos de los jóvenes, y viceversa. Lo convertimos en un mapa interactivo, con recorridos guiados por los propios vecinos, que contaban cómo era vivir allí antes y cómo es ahora.
El proyecto gira en torno a esa idea: vender y mover relatos, no solo libros. Historias, experiencias, vínculos. De ahí viene mi pasión por la literatura: compartir la narrativa como una herramienta de comunidad.
Ahora estamos trabajando en un documental con institutos, donde los jóvenes reflexionan sobre su entorno, sobre la memoria que están construyendo y cómo define su identidad. Queremos saber si lo que sienten como pertenencia coincide con lo que les dicen que debería ser.
Ya no se trata solo de una novela o un poemario: se trata de dar plataformas para que la gente cuente sus historias. Ellos ya tienen las herramientas, las palabras y las experiencias; nosotros solo ofrecemos la metodología y el espacio para que eso ocurra.
P. ¿Cuándo empieza a germinar la idea de la fundación de Graviola? Y, ¿cuáles dirías que han sido los grandes momentos o cambios, los pivots?
R. Yo siempre digo que la historia de Graviola empieza mucho antes de que existiera la editorial. Empieza cuando se me materializa la idea de que quería tener una empresa cultural, aunque no sabía exactamente de qué tipo. Lo fui descubriendo sobre la marcha. Nació como editorial, pero sé que no terminará siéndolo únicamente. Si me dejan seguir bailando, esto acabará siendo una consultora cultural o un pequeño monstruo empresarial híbrido.
Todo empezó en la universidad. Tuve la suerte de tener un grupo de amigos muy variopinto, con intereses artísticos que iban más allá de los míos, que en ese momento eran la literatura y la fotografía. A mí me gustaban esas dos cosas, pero ellos pintaban, hacían música, bailaban, hacían grafitis… Éramos un grupo de amigos que se juntaba a hablar de películas, de discos, de libros, y que además creaba cosas todo el tiempo.
Yo escribía poemas o cuentos y se los mostraba a Virgilio —que terminó siendo mi socio en la editorial—, o a Humberto, o a Nicolás. Y alguno decía: “Oye, esto me recuerda a algo que yo hice” o “podríamos convertirlo en otra cosa”. Nos dimos cuenta de que todos hacíamos algo y dijimos: ¿por qué no nos organizamos como colectivo?
De ahí surgió la idea de hacer una revista y una plataforma de eventos culturales en Pamplona. Aprovechamos que un bar nos ofreció un espacio para hacer una exposición; sacamos un fanzine, unas postales, organizamos recitales… Todo empezó a rugir. Le creamos una página web y de ahí nació una revista digital. Queríamos compartir lo que hacíamos y dar salida constante a la creación, crear una comunidad dentro y fuera de Pamplona. Incluso empezamos a publicar a otras personas cuyo trabajo nos gustaba.
Fue súper divertido. Hicimos tres exposiciones, dos recitales, un fanzine, tote bags… De ahí salió todo. La revista web terminó convirtiéndose en una revista formal, con secciones de literatura, fotografía y artes visuales. Recibíamos material de todo tipo: collages, pinturas, relatos. Nos escribía mucha gente, lo publicábamos, nos reuníamos para organizar la actualización semanal de la web.
Pero al final se cayó. Era un proyecto horizontal, sin jerarquías, y no había orden. No pasó nada: fue una experiencia preciosa. Pero yo me quedé con una sensación clara: esto podía haberse profesionalizado. Quería demostrar que eso era trabajo real, que merecía financiación y que estaba bien pagarle bien a la gente por lo que hacía.
De esa intuición surgió la siguiente idea: “Queremos seguir compartiendo esta forma de crear y de ser”. Entonces me organicé con Abraham y con Virgilio, y dijimos: ¿y si montamos una editorial? Pero una editorial que publicara libros que no fueran solo texto, sino que dialogaran con otras artes.
Así nació Graviola: con la idea de conectar libros con fotografía, dibujo, música o arte visual, y de hacerlo dentro del circuito independiente. Porque cuando se hacen libros con fotografía o dibujo, o proyectos experimentales, suelen terminar o como “libro de artista” o como “objeto de lujo”. Nosotros queríamos un formato intermedio, algo que pudiera salir al mercado pero con espíritu artesanal y experimental.
El siguiente paso fue aprovechar lo que más conocíamos: la comunidad latinoamericana migrante. Teníamos vínculos con muchos escritores latinoamericanos y también con artistas visuales europeos. Entonces pensamos: ¿y si los conectamos? ¿Y si hacemos dialogar a un escritor latinoamericano con un artista europeo que quizá no comprende del todo su visión, pero la interpreta? Nos pareció una idea potente.
Y así fue. Descubrimos que los libros podían ser puntos de encuentro —exactamente lo que yo había sentido trabajando en arte—. Ese es mi marco mental desde entonces: todo es un punto de encuentro del que pueden surgir muchas cosas.
A partir de ahí organizamos la empresa. Hicimos los papeles, los preparativos… La idea era imprimir los dos primeros libros a mediados del año siguiente. Pero llegó la pandemia y lo paralizó todo. Entonces decidimos que el dinero que íbamos a usar para imprimir lo invertiríamos en e-books. Pensamos: “Si el mundo está conectado, vayamos por ahí”. Sacamos una primera novela digital, montamos una web sólida, una comunicación digital cuidada y lanzamos una campaña en la que ilustradoras navarras reinterpretaron cuentos de escritores latinoamericanos. Lo publicamos todo de forma gratuita como acción de comunicación: una forma de decir “aquí estamos”.
Y lo sorprendente fue que funcionó. A mitad de ese primer año estábamos a punto de vender los e-books, y el primer libro digital vendió bastante bien. Lo suficiente para recuperar la inversión y tener un pequeño colchón con el que comprar derechos, imprimir el siguiente libro, pagar a una ilustradora, y continuar. Esa fue la primera gran validación: ver que el proyecto era sostenible si se combinaba la experimentación artística con la estrategia empresarial. Desde ahí no hemos parado.
P. ¿Qué miráis de un autor o autora? ¿Qué miráis del libro? ¿Cómo conviven esas dos cosas?
R.: Normalmente pienso en cómo me entra por buen ojo un autor o una autora, y diría que lo esencial es que sepa hablar de lo que está haciendo y sepa lo que está haciendo, o que, al menos, tenga algo que decir con eso que está haciendo. Me pierdes enseguida si me dices algo tipo: “escribí una novela porque me lo estaba pasando muy bien y quería hablar de mi mamá y de cómo perdí a mi perro, y además creo que es muy importante la nueva mirada decolonial…”. Ahí ya me perdiste.
A mí me interesa alguien que diga: “Oye, quería hacer esto de esta forma, me parecía bellísimo, aquí me dejé llevar, aquí quise provocar esto…”. Es decir, que se note conciencia de proceso y de intención. Que sepa lo que hace, incluso si luego lo rompe. Eso ya me dice que estoy hablando con alguien que está realmente en materia.
Y también, claro, hay que entender lo que hacemos como editorial. En Graviola lo último que queremos es ser obvios. Ya somos bastante obvios al decir que trabajamos con voces migrantes o con cuestiones latinoamericanas. Si alguien me llega diciendo “mi libro es la historia de mi duelo migratorio”, me pierde. Porque no quiero hablar de eso directamente. Quiero que eso fluya por debajo, que esté implicado, no declarado.
“La industria literaria es, básicamente, un club social.”
El lema de la editorial —que no repetimos mucho, pero ahí está— es: “historias que rompen barreras culturales”. Lo que buscamos son libros que te hagan decir: “qué buena historia”, sin que importe si quien la cuenta es colombiano, chileno o argentino. Luego te enteras de eso, pero lo que queda es el relato.
A veces, claro, puede pasar que una historia íntima funcione porque quien la cuenta es brillante, pero no quiero que Graviola sea una editorial del testimonio, ni de la herida perpetua. Prefiero que exploremos los no-lugares, los puntos intermedios, lo que se sale de lo evidente. En resumen: que el autor no sea obvio, que sepa lo que hace, que compagine lo complejo con lo accesible.
P. La gente se imagina que un editor está todo el día leyendo, y sabemos que no es así. Entonces, ¿cómo te organizas tus lecturas? ¿Distingues entre lectura de ocio, de formación y de trabajo?
R. Sí, total. Yo separo mis lecturas a lo largo del día. Hay días en los que no leo literatura, o en los que no leo cosas directamente relacionadas con lo que busco publicar, sino que leo sobre comunicación, industria cultural o gestión. Por contarte cómo lo hago: trato de darme todos los días al menos 45 minutos o una hora de lectura para mí. Y “para mí” significa tanto el Daniel lector como el Daniel escritor —que a veces vive en las sombras, pero de vez en cuando sale y saca pecho cuando publica novela—.
Luego, por la mañana, suelo dedicar una o dos horas a cosas de Graviola: puede ser leer una novela en edición, responder correos, preparar una campaña, revisar cuentas… No me obligo a leer material editorial todos los días, pero casi siempre termina pasando, porque mis obsesiones personales están muy conectadas con el trabajo.
Por la noche, si tengo tiempo libre, leo ensayo o pensamiento, cosas que mezclan trabajo y placer. Me gusta irme a dormir con ideas en la cabeza, porque siento que al día siguiente me despierto con conexiones nuevas, como si el cerebro siguiera hilando durante la noche.
En resumen: tres huecos de lectura diarios —uno de ocio, uno de trabajo y uno híbrido—, y dejo que las cosas se mezclen entre sí.
P. ¿Si tuvieras que mencionar un libro del catálogo que consideres “muy Graviola”?
R.: Sin duda Árbol de familia. Es uno de los más representativos y, además, de los que más quiero. Resume todo lo que te he contado: es un libro que habla de migración, pero sin ser obvio. Va de la familia, de los recuerdos, de las raíces. Está escrito por María Rosa Lojo, una autora argentina de padres exiliados gallegos y andaluces. Y tiene un trabajo visual precioso, porque lo abordamos junto a Garbi Galatea, una bordadora vasca que interpretó el libro con imágenes textiles. La historia mezcla pasado y presente: la autora reconstruye su identidad a través de los relatos de su abuela sobre Galicia, de la historia de amor de su madre con un motociclista perdido en Europa, del regreso del padre… Todo eso converge en una reflexión sobre el origen y la pertenencia.
El libro es literariamente rico, complejo pero no críptico. Tiene un pie en lo visual, otro en lo narrativo, y aborda la migración como un trasfondo, no como tema central. Habla de lo complicado que son las familias, de lo imposible que es definirse culturalmente, de las cárceles que pueden ser las identidades nacionales. Todo eso convive de una forma equilibrada. Por eso creo que Árbol de familia es una especie de sello, de estampa del catálogo: el ejemplo más claro de lo que significa ser “un libro Graviola”.
P. ¿Cuál es tu idea del éxito editorial, en tanto que editor?
R. Yo creo que el éxito sería tener una comunidad sólida de lectores que compren nuestros libros no por obligación, sino porque confían en lo que hacemos. Que los libros se muevan de forma estable, que haya un equilibrio entre el gusto personal y la sostenibilidad económica. También me gustaría poder apostar por cosas nuevas sin miedo, publicar con calma, sin la presión del mercado, y cada cierto tiempo —digamos, cada eclipse lunar— acertar con un libro que funcione comercialmente. No todos tienen que ser éxitos, pero uno que repunte de vez en cuando ayuda a mantener el barco.
Me interesan los long sellers, más que los best sellers. Que nuestros tres primeros títulos sigan reimprimiéndose cada año. Eso ya me da una gran satisfacción. Ojalá se pudiera vivir solo de vender libros, pero he hecho las paces con que no es así. Para mí, el éxito es estar en paz con la empresa: que funcione, que puedas tomar tus propias decisiones, que tenga relaciones institucionales, que despierte interés en otras entidades.
En el fondo, el objetivo es que Graviola sea un agente cultural: que tenga presencia, que proponga cosas, que genere diálogo. Y luego, claro, seguir sorprendiéndome. Porque cuando ya empiezo a hablar de lo que realmente me apasiona, dejo de hablar del mundo editorial y paso a hablar de gestión cultural e impacto social.