'Cuentos atados a la pata de un lobo', de Angélica Liddell

Tres ideas sobre lo nuevo de Angélica Liddell, uno de los imprescindibles del año

'Cuentos atados a la pata de un lobo', de Angélica Liddell

El nuevo canon de la literatura española

En Cuentos atados a la pata de un lobo, Angelica Liddell constata que, a menudo, lo más importante de la literatura española ocurre en formas inclasificables —como el Testo yonqui de Preciado, o como el Atila de A. Coll—, y que su apuesta estética por el afuera de la norma, que incluye publicar en sellos de culto, independientes (La Uña Rota, o Malastierras); es complemente coherente, radical e imprescindible. ¿Novela? ¿Teatro? ¿Poesía…? Tanto da. Literatura capital. Y punto.

«Atrás quedaron los quince años deseándose enfermedad, padecimiento y defunción. Había escupido cada día sobre sus reliquias. Me había metido sus mechones de pelo dentro del culo. Había orinado en su foto. Le había deseado el mal hasta romperme las muelas suplicándole a un sol negro nacido de las entrañas oleaginosas e inflamables de la tierra que se lo tragara, el muy cabrón»

El horror ante su espejo

Si lees a Liddell no puedes evitar pensar en Sade, o en Baudelaire, o en Panero, o en Bataille, o en los muchos o pocos poetas malditos que aún siguen acompañándonos en la vida adulta, pero sobre todo no puedes parar de sentir que estás demasiado cerca de lo que uno asociaría a la locura, que a menudo no deja de ser la clase de cosas que el mundo se empeña en esconder bajo la alfombra. Por eso su literatura es el inmenso consuelo que es.

—Estás vieja. Lo tienes todo seco, el coño, el culo.
—¿Entonces por qué has regresado, Tadeo?
—Nadie me quiere, nadie me quiere.
—Quédate para siempre, te quiero, si me crees, quédate para siempre.
—Me das asco.
—¿Entonces por qué has vuelto conmigo, Tadeo?
—Cada uno, a su manera, debe ser bueno.

Una piedad total

Lena de entrañas, de violencia y de excremento, la obra de Liddell no es solo una lente de aumento a lo prohibido; en la exuberancia de la decrepitud que puebla sus páginas encontramos una belleza indescriptible que nos reconcilia para siempre con lo humano. O como leemos: «La pregunta que me hago por las mañana ya no es: “¿Me amarán?”. Ahora la pregunta es: “¿Cómo quiero morir? ¿Sabré hacerlo, envejecer? ¿Dónde iré? ¿Me matarán?”. Tengo miedo».

El Premio Nobel de Literatura debería concederse solo a los poetas agazapados tras las zarzas, capaces de estrangular a una niña sin motivo aparente, o por piedad, capaces de la Sinrazón que nos eleva por encima de las intenciones, o de agujerearla con los clavos del desconsuelo, dejando aletear a las aves hasta la muerte, clavadas sobre ese cuerpo previamente estrangulado, o no…